No me dejes nunca

   -Quiero terminar con lo nuestro.
Noté mi alma desgarrarse atrozmente a la vez que aullaba de dolor. El eco de sus gritos retumbaba en mi cabeza.
   -¿Es una broma?
No permití que ninguna lágrima emergiese. Tenía que ser fuerte, por su bien.
Negué con la cabeza.
   -¿Por qué?-inquirió, levantándome la barbilla-. Te he pedido perdón, ¿no?
Por salvarte la vida, me hubiese gustado confesarle.
   -Esto no va a ninguna parte-mentí, apartando de nuevo la mirada-. Tú y yo no estamos hechos para estar juntos. Somos muy diferentes. Casi de mundos distintos-dije soltando una risa con sabor amargo-. Todo el mundo lo sabe; no encajamos.
   -¿Todo el mundo?-repitió incrédulo-. ¿Desde cuándo te importa lo que piensen los demás?
   -Entre ellos también están nuestros amigos-mentí.

   -¡Me da igual lo que piense el resto de la gente!-exclamó, estallando de pronto-. Sólo me importas tú-afirmó-. No somos tan distintos. A ambos nos gusta arriesgarnos, aunque podamos fallar en el intento. Ambos luchamos por lo que queremos. ¡Joder, no me digas que no encajamos! Estas hecha para estar conmigo, ¿o acaso no te das cuenta? Cuando te abrazo, tus manos siempre encuentran la curva de mi cuello y las mías la de tu cintura, encajando a la perfección. Cuando duermes a mi lado, tu cabeza se apoya sobre mi hombro como si de dos piezas de un puzle se tratasen. Cuando te miro, mi mirada siempre encuentra la tuya. Tu sonrisa más perfecta siempre es para mí-su voz resonaba en medio de aquella playa, acortándome la vida con cada palabra-. Eres mía y yo soy tuyo. ¡Siempre ha sido así!
Otro grito desgarrador perforó mis tímpanos. Mi alma estaba siendo agujereada sin reparos.
Sus ojos azules recorrían mi rostro en busca de una señal de arrepentimiento. Me miraba en el intento de hallar una explicación, suplicándome que rectificara lo que había dicho. Auné fuerzas de Dios sabe dónde y me mantuve firme, como si sus palabras no tuviesen efecto en mí.
   -Eso no son más que frases sin sentido.
Quería pedirle perdón por todo, gritarle lo que ocurría, lo que realmente pensaba, pero sabía que no podía hacerlo.
   -Sabes lo mucho que me cuesta confesar mis sentimientos-alegó-. No me digas que todo es mentira.
Me mordí la lengua, conteniendo las lágrimas. Se le veía tan afectado, que me odiaba por hacerle eso.
   -No lo entiendes…
   -¡La que no lo entiende eres tú!-chilló encolerizado-. ¡Tú eres mi vida! ¡Mis días, mis noches! ¡Estás en mis sueños constantemente! ¡Sin ti el aire se esfuma! ¡Sin ti, siento que me asfixio!
Y de nuevo, mi alma se fragmentó, tronando de dolor.
   -Eso no es verdad. Yo no soy nadie.
   -Te equivocas, para mí lo eres todo-confesó, estrechándome entre sus brazos.
Sentir su calor, su contacto, fue más de lo que podía soportar. De pronto, ya no era tan fuerte, ni estaba tan segura de estar haciendo lo correcto. De pronto, quería desaparecer, morir y dejar de hacerle daño. El muro de hormigón que me permitía seguir firme ante sus palabras, estalló en mil pedazos, dejándome indefensa.
Fuertes convulsiones agitaban mi cuerpo mientras lloraba desconsolada en sus brazos. Sentía su mano acariciarme el pelo mientras me susurraba tiernas frases al oído.
Y volvía a fallar. Volvía a cometer un error, aunque esta vez más grave de lo que podía llegar a imaginar. Con ese abrazo, estaba firmando el contrato de su muerte y lo peor...es que yo era consciente de ello.